Hace días, un profesor llamado Rook Campbell publicó en una
red social un comentario acerca del deporte estadounidense al poner como
ejemplo a su liga profesional de fútbol americano: “La NFL tiene clientes, no
seguidores. Los deportes americanos no tienen una base de aficionados sino
mercados. Por esto son los propietarios quienes recogen los trofeos en lugar de
los jugadores”.
La reflexión es importante porque advierte sobre un tipo de
competición basado en un modelo de negocio. Existen muchas restricciones en los
deportes profesionales de los Estados Unidos que son aceptadas, cuando no
impulsadas, por los propios clubes a sabiendas de que los beneficios económicos
que obtienen a cambio bien merecen las estrecheces filosóficas. En Europa
contamos con una sólida tradición de seguidores del deporte y sus
correspondientes equipos que hasta ahora ha ejercido de capa protectora pero
deberíamos preguntarnos si será eterna.
El baloncesto ya está con una aproximación al modelo de que
aquí juegan unos cuantos y no hay descensos. De hecho, en la Euroliga se decide
a años vista quiénes serán los participantes y quiénes no, lo que ha provocado
algún atisbo de rebelión entre los damnificados, pero que no ha ido mucho más
allá y menos en cuanto a la reacción de los aficionados. El fútbol no ha
cerrado sus ligas pero está adoptando costumbres híbridas: se llega a acuerdos
de patrocinio con empresas de países cuyo respeto a los derechos humanos es
cuando menos cuestionable por el hecho de ser la mejor oferta, se imponen
trabas a los socios para optar a presidir la entidad, o se contrata jugadores
carismáticos en lugar de idóneos para afianzar una posición en determinados
mercados. Se defienden o amortiguan atrocidades de los aficionados pero no se
les tiene en cuenta en ninguna decisión. Son útiles para la demagogia e
inexistentes para las grandes decisiones.
Frente a esta deriva impulsada por el sistema deben ser
aquellos quienes marquen la diferencia. La cuestión radica en si son gente en
quien se puede confiar para una revolución. A juzgar por la fidelidad a sus
colores, sí. A tenor de sus reacciones ante los resultados, no. Pero, ¿son de
veras el tono diferenciador que engrandece al deporte europeo frente al
norteamericano?
No pensemos que las tribunas de los deportes estadounidenses
no presencian golpetazos entre el llamado respetable, pero su gravedad siempre
ha ido por detrás de la registrada en nuestro continente. El modelo del fútbol
es el más llamativo: en el Reino Unido tuvieron que producirse un par de tragedias
para que el gobierno reaccionara ante los salvajes de los estadios y, con él,
la totalidad de clubes. Italia lo ha tenido algo menos complicado pero también
cerró escenarios y partes de estos para combatir la violencia, al tiempo que
prohibió desplazamientos de aficiones. En Alemania se han dado casos igual de
severos y allí todo ha sido resuelto por las fuerzas del orden, al igual que en
el fútbol francés. España ha tenido sus muertos del fútbol, por desgracia. Las
medidas que se han tomado han sido casi cosméticas e incluso algunos dirigentes
de equipos han puesto en entredicho su honor al ser demasiado tibios con los
demonios que campan por sus gradas cuando no colaboradores necesarios. ¿Y si la
altura que pedimos a la afición la tienen que mostrar también los directivos y
deportistas?
Al referirnos a los creadores de las polémicas pancartas en los
estadios que manifiestan racismo, machismo y tantos otros -ismos, no podemos
olvidar que el culpable de que exista ese mensaje es el autor pero el
responsable de que se pueda mostrar es el club. Ni un futbolista, árbitro o
dirigente pidió que se retiraran en esos casos. Cuando hagamos aspavientos por
las ofensas que se pueden leer en un complejo deportivo enviemos las mismas
señales a quienes tienen el poder de frenar la deriva. Entre todos seguro que
se pueden reconducir los deportes a lo que son: competencia y pasión, en lugar
de mercados y clientes.
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