domingo, 14 de febrero de 2016

Mercados y deportes

Hace días, un profesor llamado Rook Campbell publicó en una red social un comentario acerca del deporte estadounidense al poner como ejemplo a su liga profesional de fútbol americano: “La NFL tiene clientes, no seguidores. Los deportes americanos no tienen una base de aficionados sino mercados. Por esto son los propietarios quienes recogen los trofeos en lugar de los jugadores”.

La reflexión es importante porque advierte sobre un tipo de competición basado en un modelo de negocio. Existen muchas restricciones en los deportes profesionales de los Estados Unidos que son aceptadas, cuando no impulsadas, por los propios clubes a sabiendas de que los beneficios económicos que obtienen a cambio bien merecen las estrecheces filosóficas. En Europa contamos con una sólida tradición de seguidores del deporte y sus correspondientes equipos que hasta ahora ha ejercido de capa protectora pero deberíamos preguntarnos si será eterna.

El baloncesto ya está con una aproximación al modelo de que aquí juegan unos cuantos y no hay descensos. De hecho, en la Euroliga se decide a años vista quiénes serán los participantes y quiénes no, lo que ha provocado algún atisbo de rebelión entre los damnificados, pero que no ha ido mucho más allá y menos en cuanto a la reacción de los aficionados. El fútbol no ha cerrado sus ligas pero está adoptando costumbres híbridas: se llega a acuerdos de patrocinio con empresas de países cuyo respeto a los derechos humanos es cuando menos cuestionable por el hecho de ser la mejor oferta, se imponen trabas a los socios para optar a presidir la entidad, o se contrata jugadores carismáticos en lugar de idóneos para afianzar una posición en determinados mercados. Se defienden o amortiguan atrocidades de los aficionados pero no se les tiene en cuenta en ninguna decisión. Son útiles para la demagogia e inexistentes para las grandes decisiones.

Frente a esta deriva impulsada por el sistema deben ser aquellos quienes marquen la diferencia. La cuestión radica en si son gente en quien se puede confiar para una revolución. A juzgar por la fidelidad a sus colores, sí. A tenor de sus reacciones ante los resultados, no. Pero, ¿son de veras el tono diferenciador que engrandece al deporte europeo frente al norteamericano?

No pensemos que las tribunas de los deportes estadounidenses no presencian golpetazos entre el llamado respetable, pero su gravedad siempre ha ido por detrás de la registrada en nuestro continente. El modelo del fútbol es el más llamativo: en el Reino Unido tuvieron que producirse un par de tragedias para que el gobierno reaccionara ante los salvajes de los estadios y, con él, la totalidad de clubes. Italia lo ha tenido algo menos complicado pero también cerró escenarios y partes de estos para combatir la violencia, al tiempo que prohibió desplazamientos de aficiones. En Alemania se han dado casos igual de severos y allí todo ha sido resuelto por las fuerzas del orden, al igual que en el fútbol francés. España ha tenido sus muertos del fútbol, por desgracia. Las medidas que se han tomado han sido casi cosméticas e incluso algunos dirigentes de equipos han puesto en entredicho su honor al ser demasiado tibios con los demonios que campan por sus gradas cuando no colaboradores necesarios. ¿Y si la altura que pedimos a la afición la tienen que mostrar también los directivos y deportistas?

Al referirnos a los creadores de las polémicas pancartas en los estadios que manifiestan racismo, machismo y tantos otros -ismos, no podemos olvidar que el culpable de que exista ese mensaje es el autor pero el responsable de que se pueda mostrar es el club. Ni un futbolista, árbitro o dirigente pidió que se retiraran en esos casos. Cuando hagamos aspavientos por las ofensas que se pueden leer en un complejo deportivo enviemos las mismas señales a quienes tienen el poder de frenar la deriva. Entre todos seguro que se pueden reconducir los deportes a lo que son: competencia y pasión, en lugar de mercados y clientes.




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