Una revista científica, Current
Biology, ha publicado un informe en el que se demuestra que una especie de
musarañas, animalillos similares a los ratones, son capaces de reducir el
tamaño de su cabeza un 30% cuando llega el invierno. Esta capacidad ha
sorprendido a los investigadores tanto como ha abierto una nueva ruta para
escapar del engorroso proceso de la concesión de los premios de mejor
futbolista masculino y femenina.
Pese a que los días previos han sido más benévolos con los
descreídos de estos galardones, la pompa de la gala organizada por la FIFA, las
opiniones que aficionados de todo pelaje han lanzado en las redes sociales y el
ego aumentado o herido de sus protagonistas son una cantinela que sigue al
mismo tiempo enamorando a la clase dirigente del fútbol y desencantando al
resto, exceptuados los ganadores.
El Balón de Oro fue un premio de enorme prestigio pese a que nació
con unas limitaciones que hoy serían inaceptables, ya que apartaba de su elenco
de candidatos a todos aquellos futbolistas que no fueran europeos. Más tarde se
amplió el abanico a cualquiera que jugara en un club del viejo continente. Por
último, la revista France Football, creadora de la iniciativa,
llegó a un acuerdo con la FIFA, que por su lado concedía otro galardón, para
aunar ambos reconocimientos. De toda la historia, lo único que se podía conocer
de antemano era el final: publicación y organismo han acabado por separarse y
volver a las antiguas costumbres.
Sin embargo, la imagen del Balón de Oro está seriamente dañada. La
FIFA es como el eucaliptus, que absorbe todo lo que entra en contacto en ella y
de ese modo erosionó la hermosa tradición periodística. Una organización de
corrupciones probadas, de repente, adquiría los derechos de una vieja propuesta
y convertía la entrega, casi íntima, del premio en una tómbola comparable a los
peores festivales veraniegos.
Son los futbolistas un gremio arisco con la publicidad. Por cada
ganador de trofeos individuales hay millones de damnificados que son, como
mucho, segundos. Los compañeros de equipos de leyenda quedan reducidos a la
medalla de los títulos obtenidos y a un recordatorio protocolario en el
discurso del premiado. Todo este doloroso proceso, en un pequeño plató, a la
usanza de los actos organizados por France
Football en su día, queda dulcemente mitigado. Hoy, con la transmisión para
todas las televisiones, la prodigiosa red de internet y las mayores condiciones
para la comunicación de la historia de la humanidad, su visionado se ha
multiplicado de forma exponencial.
La Liga española ha tenido la suerte o la habilidad de conseguir
que dos de sus jugadores sean quienes se han repartido esta distinción durante
la última década. Para contentar a unos y a otros, la FIFA ha variado el
sistema de puntuación y votación, se ha pasado la mano por el hombro o por el
talonario a los disconformes y a otra cosa mariposa. Su brillo ha sido tal que
incluso cegó a los programadores del evento, incapaces de adivinar que la mejor
jugadora del mundo no podría estar presente en el espectáculo, concentrada con
su selección. Llama aún más la atención que este impedimento se deba a una
competición que depende de la propia FIFA, incapaz de armonizar agendas.
En la deriva del fútbol actual, ni la revista ni la federación son
las mismas de hace medio siglo. Los futbolistas también han evolucionado, como
lo ha hecho la sociedad, que alberga a todos estos protagonistas y añade otros
muy importantes: los aficionados. La FIFA ha desoído por norma a los seguidores
y también a los futbolistas. A estos los contenta con una pamema monumental
durante tres cuartos de hora; a los seguidores, por el momento, sigue sin
responderles, como si no hubiera balones suficientes para entregar.