Este año se cumplen 125 años de la fundación del Liverpool Football
Club y 40 desde que conquistó la primera de sus cinco Copas de Europa. Este
club ha significado mucho para el fútbol por su irrupción en cuanto a estilo y
por la leyenda que lo ha rodeado durante toda su existencia. Surgido como
consecuencia de las diferencias creadas entre el dueño del estadio de Anfield y
los directivos del Everton, la trayectoria del conjunto red ha sido una
secuencia marcada por la tradición.
Vivimos un fútbol mercantil, más deseoso de clientes que de
aficionados, global y de fácil acceso. Sin embargo, no siempre ha sido así. Un
hipotético viaje al pasado nos presentaría a un Liverpool como ejemplo de que una
entidad se puede hacer enorme desde el sentimiento a unos colores y el respeto
por la costumbre.
Hace cuatro décadas, Bill Shankly ya había dirigido sus casi 800
partidos y su sustituto, Bob Paisley, ya llevaba algunos de los más de 500 en
que fue su entrenador. El Liverpool en aquellos días enseñaba a los recién
llegados que el de Shankly era el primer nombre que debían aprender al fichar
por el club dado que se trataba de alguien que, pese al transcurso de los años,
había diseñado su funcionamiento. El éxito en aquellos días remotos estribaba
en que el entrenador y los jugadores eran los primeros fanáticos del Liverpool,
condición innegociable para la institución.
Otro aspecto necesario que se ha mantenido con el paso de los años
es el de la disciplina, primordial, tal y como el jugador israelí Ronnie
Rosenthal manifestó años después, cuando fue contratado. Las sanciones por mal
comportamiento fueron una quimera en el camerino del Liverpool durante muchas
temporadas y en los días de su primera Copa de Europa la marcha interna del
vestuario intentaba ser imitada por sus rivales en el campeonato inglés. La
mala conducta no solo afectaba al desempeño con los compañeros sino también en
cómo actuaban con los contrincantes.
En los años 70 se trasladaba la idea a los jugadores de que pertenecer
al Liverpool era muy meritorio y que su misión consistía en honrar su camiseta
y su puesto de trabajo. La vida privada debía ceñirse a la mínima ostentación y
los fichajes, sin importar de qué lugar de las Islas Británicas procedieran,
estaban obligados a observar esta norma. Precisamente, cuando el fútbol no
tenía profesionalizadas casi ninguna de sus estructuras, el Liverpool tenía muy
claro su sistema antes de contratar a un nuevo futbolista: desplazaba a un
ojeador a presenciar seis partidos del objetivo en su campo y otros seis en
campo contrario. De sus actuaciones en los doce encuentros dependía su futuro
en Anfield. El Liverpool consiguió de este modo grandes futbolistas a precios
muy razonables, de los que obtuvo rendimiento deportivo y económico.
El método Shankly garantizaba la intimidad de los contratos,
incluida la duración de los mismos. No estaban permitidos los grupos o
camarillas en el vestuario, ni tampoco los jefes, sin excluir al único capitán que
figuraba en la nómina y cuya misión era meramente futbolística. La novata
establecida era cantar una canción en una fiesta de disfraces organizada por el
club, a la que los futbolistas solteros estaban autorizados a llevar a un
amigo. En esa fiesta también estaban presentes los miembros del equipo reserva.
En la pretemporada, los nuevos fichajes ofrecían un breve discurso ante todo el
equipo y cuerpo técnico en el que debían explicar sus impresiones desde su
contratación.
Los entrenamientos eran otra sucesión de normas: primer equipo, reserva
y júniors coincidían en las instalaciones de Anfield, donde se cambiaban de
ropa y subían a un autocar que les trasladaba a Melwood, recinto rodeado de
muros de cemento y al que accedían a través de una estrecha puerta, que debía
ser abierta por el segundo entrenador. El secretismo se ha mantenido desde
entonces, mitad superstición, mitad estrategia. Ahora no sorprende ver a un
portero golpear bien el balón con el pie, pero hace 40 años no era una práctica
habitual, excepto en el Liverpool, donde sus guardametas ejercían la mayor
parte de la sesión como jugadores de campo, incluso en los partidillos previos
a la jornada de liga.
La vestimenta que utilizaban los futbolistas no se podía perder o
entregar a un tercero, entre otras cosas, porque era la misma que utilizaban
durante toda la semana. Solo la dejaban secar después de la actividad para
volver a usarla el día siguiente y únicamente se lavaba los fines de semana cuando había
partido. De igual modo, independientemente de la temperatura, el pantalón corto
era preceptivo, así como optativo un chubasquero para el torso en los días de
lluvia. Esta tradición encerraba varias explicaciones: evitar cualquier
acomodamiento o divismo y acostumbrar al jugador a ir sucio por lo que se
pudiera topar durante los encuentros.
Resulta obvio decir que la ducha se tomaba en Anfield y no en
Melwood, por lo que el trayecto de vuelta se realizaba con la misma ropa de la
práctica. Esta proceder se extendía incluso a los desplazamientos, en los que
el equipo salía vestido de corto del hotel y volvía a este para la higiene.
Cada jugador del primer equipo tenía asignado un júnior que le
limpiaba y preparaba las botas, y al que le daba un poco de dinero de su
bolsillo por el trabajo. Un par de estos jóvenes eran los encargados de llegar
antes al entrenamiento para disponer la ropa y recoger y limpiar el camerino
cuando todos se habían marchado. Era la manera que tenían de transmitir el
valor de llegar a la élite en el Liverpool. Todos, titulares y suplentes,
hacían el mismo calentamiento antes de los partidos con el fin de aunar todavía más
al equipo.
Estas eran las reglas del Liverpool cuando el fútbol era otro. Hoy
día parece impensable que un club se ciña a las tradiciones para su gestión,
pero tampoco parece comprensible que este deporte les dé la espalda a todas
ellas. Seguro que existe un punto intermedio en el que todos, afición, clubes y
periodistas puedan sentirse identificados con los sentimientos que genera el
balón.