martes, 28 de marzo de 2017

Johan, marca registrada

Al año del desdichado fallecimiento de Johan Cruyff se han sucedido las referencias a su importancia en el mundo del fútbol. Es tan grande su magnitud en este ámbito que otras de sus revoluciones han quedado desenfocadas, pese a que en esos otros aspectos fue tan visionario como en el desarrollo de su deporte. Cruyff fue una figura que se adelantó muchos años al marketing en su sector, hasta el punto de que incluso hoy día muy pocos futbolistas han llegado siquiera a interpretar sus actuaciones como un paso necesario en el cultivo de su imagen.

Pronto comenzó el holandés a convertirse en personaje, status mucho más longevo que el de mero deportista. En la Copa del Mundo de Alemania, en la que Holanda dio más que hablar que la propia campeona, lució dos bandas en las mangas de su camiseta mientras el resto de sus compañeros vestían tres. Un desacuerdo con la federación de su país se saldó con esa medida unilateral y la explicación de que en tanto que la camiseta pertenecía al país, la cara era de Johan Cruyff.

Fueron numerosas sus incursiones en la publicidad, aunque la más impactante correspondió a la campaña contra el consumo de tabaco, una vez repuesto de un infarto que le sorprendió en su etapa de entrenador del Barcelona. Pero el aura que le rodeaba le convertía a la vez en alguien cercano y en alguien inalcanzable. Capaz de conceder entrevistas sobre el césped poco antes de que comenzaran los partidos y de admitir a los informadores en el avión y el hotel del equipo, pero también de ceder con el paso de los años las conferencias de prensa a su ayudante por sus desavenencias con la directiva. Un periodista consiguió llamarle a casa y, tras rogarle una entrevista, Cruyff le pidió un favor: a cambio, debía decirle quién le facilitó el número. Nunca se hizo ese reportaje por la deontología del solicitante.

Jugaba los partidillos contra los periodistas y gustaba de compartir un rato de tertulia nocturna con los pocos enviados especiales en el hotel las vísperas de los encuentros lejos del Camp Nou. En una de esas charlas reconoció que Laudrup (cuestionado en sus últimos tiempos de azulgrana) tenía un problema: era como él, que al 60 por ciento era mejor que todos los demás al cien por cien; pero ese problema estribaba en que él era su entrenador y lo quería siempre al cien por cien, algo que el danés no ofrecía.

En sus relaciones con los jugadores también se granjeó ese carisma. Una tarde Romario llegó con retraso al autocar del equipo. Al subir al mismo, se escucharon los reproches y quejas de un par de jugadores importantes. Cruyff, sin mover su gesto, les espetó que si ellos faltaban el transporte se iba, pero que si era Romario el tardón, la expedición esperaba.

Acusado de gandul por el presidente del Barça, Cruyff explicaba su punto de vista, por ejemplo, en cuestiones sobre ensayar las jugadas a balón parado. A su juicio, si el futbolista que lanzaba era incapaz de entender por sí mismo que a la tercera falta en que salta la barrera rival hay que disparar por debajo, no era posible preparar alguna estrategia y que tuviera éxito. La sencillez fue una de sus notas distintivas y siempre defendió jugar contra el viento para sorpresa de la liturgia de los deportes al aire libre. Desconfiaba tanto de los porteros que prefería que el balón fuera hacia ellos en los centros laterales a que tuvieran que salir de la portería a buscarlo conforme se alejaba a favor de la corriente. Desmontar esta preferencia consuetudinaria era solo una demostración de su carácter intrépido, más propio de una melenuda estrella de rock que de un competitivo preparador.

Pero este era Cruyff, defensor del talento por encima de todo, hasta el punto de intentar convertir en superdotados a sus hombres. Desde la infancia, defendía, hay que jugar en la calle para aprender pillerías y para afianzarse técnicamente al controlar el balón y el cuerpo para no caerse al duro suelo. Esa ley callejera era la que, cual teoría darwinista del deporte, elegía a los buenos para el fútbol y a los malos para jugar al escondite.

La marca Johan Cruyff sigue adelante. Mejor no pensar que fue el destino quien se lo ha arrebatado tan pronto al deporte para no descreer de la providencia, pero es innegable que ha dejado al fútbol tan huérfano de un personaje como pródigo en maravillosos recuerdos.


martes, 21 de marzo de 2017

Veinte años con Patapalo

Pocas cosas se han resistido al marketing deportivo pero uno de los casos más llamativos fue el de Rivaldo. Se cumplen ahora 20 años de la llegada de este fantástico jugador al Barcelona y es interesante repasar cómo uno de los mejores futbolistas de los últimos decenios ha tenido que luchar contra sí mismo y la opinión pública para hacerse con ese lugar de privilegio en el libro del fútbol.

La pasada semana, con motivo del partido del Barcelona ante el Valencia, se repitió la espectacular chilena con la que Rivaldo anotó el gol que impidió que el Barça quedara fuera de Europa por primera vez en su historia y que provocó una reacción en público y jugadores similar a la del reciente encuentro de la remontada frente al PSG. Pero ni siquiera esta acción con tanto simbolismo en la imaginería azulgrana le sirvió para salir del club con honores.

Toda la vida de Rivaldo dio para un libro novelado, lo que en cualquier otro gran deportista habría repercutido en éxitos de ventas, ediciones en distintos idiomas o conferencias del protagonista. Sin embargo, la comunicación y el marketing siempre pasaron de largo. Creció en una familia pobre y numerosa, siempre fue el peor jugador de los tres hermanos varones, y no tiene fotografías de su infancia por la carestía familiar, más allá de una instantánea que hizo un trabajador del club al equipo. De niño vendía pasteles a otros chavales a la salida del colegio o repartía comida y bebida por la playa. Organizaba rifas populares o se apostaba en las puertas de los mercados para ayudar a los clientes a llevar las bolsas más pesadas. Cazaba pájaros vivos para venderlos por el barrio y padeció los problemas que afectan a los chicos malnutridos.

Cualquiera que hubiera conocido su historia lo tendría como ejemplo de superación, sacrificio, esfuerzo y éxito. Más aún tras la muerte trágica de su padre, atropellado por un autobús, y de la que se enteró su familia casi 24 horas más tarde al escuchar el accidente por la radio tras una madrugada de sobrecogimiento ante la ausencia inexplicable del patriarca. El niño Rivaldo tenía una especial habilidad con las matemáticas pero le servía para hacer cuentas con su padre para ver de qué modo estirar los exiguos ingresos más allá de los 10 días que solían cubrir.

Como jugador, se ganó el sobrenombre ofensivo de Patapalo. En su primer gran partido de club, tras marcar el gol de la victoria, no pudo responder a los periodistas y en su lugar se puso a llorar de timidez delante de los micrófonos. Su madre y algunos entrenadores le recomendaron estudiar porque visualizaban que no se ganaría la vida con el fútbol. Nunca fue internacional en las categorías inferiores. En la selección fue siempre un maldito, al provenir del noreste de Brasil y no tener al periodismo a su favor. Le culparon de eliminaciones y derrotas, las grandes marcas renegaron de él y hasta se publicó que sus problemas con el carisma se debían a que no iba con modelos y grandes coches, no se peleaba ni celebraba los goles con chispa: al final, ¿quién quiere parecerse a alguien que se parece a millones de personas?

Incluso llegó al Barcelona, no por ser el mejor, sino para sustituir al mejor, en aquel caso Ronaldo. Sus días de azulgrana estuvieron marcados por la polémica con los jefes (el presidente Núñez y los entrenadores) que ya le engañaron incluso antes de firmar su contrato, y la complicidad con los jugadores. Se le buscó equipo varias veces, firmó la renovación sentado en el suelo de un despacho, el de Joan Gaspart, en obras y se marchó con la misma celeridad con la que llegó.

Ganó un Balón de Oro y un FIFA World Player, cuyo trofeo le molestó especialmente al consistir en un “pedazo de vidrio” en lugar de una enorme copa. Amó jugar al fútbol pero no le gustó el mundo del fútbol. Rivaldo, el enemigo del marketing, se definió a sí mismo cuando, recién conquistado el premio de mejor jugador del mundo, preguntó ¿y ahora qué?, en contraste con la voracidad que hoy día demuestran, por ejemplo, Messi y Cristiano. Patapalo fue uno de los grandes, sin duda, más allá de las entrevistas y las fotografías, un deportista muy completo en el césped pero muy líquido fuera de él.

Fotografía de Pablo Rey en Teresópolis, Brasil
Rivaldo, junto a Kaká y Ronaldo

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martes, 14 de marzo de 2017

Árbitros de La Liga: juicios y jueces

Aunque el problema arbitral del fútbol no es exclusivo de La Liga (por ejemplo, hay países en los que los partidos más importantes son dirigidos por árbitros extranjeros) sí se puede considerar que el grado de crítica que se alcanza presenta una continuidad que no se aprecia en otros campeonatos.

España es un país que siempre ha buscado las excusas en los demás: fue culpa de Gran Bretaña que perdiera su imperio, de Napoleón que se quedara sin reyes, de la intervención extranjera el resultado de sus guerras, de los propios españoles que Israel ganara Eurovisión y España quedara subcampeona. Como no podía ser distinto, el fútbol que arraiga en lo más profundo de los sentimientos resulta un nicho extraordinario para encontrar responsables de las desgracias.

Como reconocer los méritos de los rivales tampoco es la práctica más extendida del país, resulta más confortable crear enemigos neutrales mediante, precisamente, el despojo de esa neutralidad. Los árbitros son el paradigma de culpable en un mundo, el fútbol, que devora con rapidez lo sucedido sin dejar más restos que los marcados por el interés particular de cada uno. De esta manera, los llamados colegiados reciben semana tras semana su dosis de estopa y, lo que es más llamativo, la sociedad entiende que estos hábitos ya forman parte del bestiario popular. Ser árbitro hoy en día coloca a cualquiera en la picota por definición.

En general son buena gente los jueces del fútbol. Seguro que intentan hacer su trabajo lo mejor que pueden y con certeza si tuvieran más tranquilidad y más ayuda humana y tecnológica serían mejores todavía. No obstante, guardan todavía tintes autoritarios que ya deben tomarse como fuera de tiempo, al igual que esas herramientas avanzadas que sorprendentemente aparecen en los yacimientos arqueológicos. Como tal deben tratarse los gestos de excesiva autoridad, innecesarios desde el momento en que un simple sonido del silbato hace que se detenga el juego y se atiendan sus decisiones. El problema de la impopularidad de los árbitros es, puestos a seguir buscando culpables, de ellos mismos, del estamento que los dirige y que prefiere seguir al margen del deporte en lugar de implicarse en él.

Si se pregunta en una encuesta por profesionales del deporte, ¿quién diría un árbitro de fútbol? Futbolistas, golfistas, nadadoras, gimnastas, jinetes o pilotos protagonizarían la mayoría de las respuestas y, sin embargo, los árbitros de fútbol practican deporte, de hecho, mucho más que los sedentarios jueces de gimnasia, tenis o natación y más que los del baloncesto o el balonmano. ¿A qué se debe que no aparezcan en la memoria de los aficionados? Han adoptado la imagen de opacidad en la gestión, con unas prácticas de promoción o relegamiento y unos procesos que no aprobarían ni en el más generoso de los test de transparencia y se han distanciado a propósito de los corazones. En un mundo marcado por el acceso a la información y la comunicación universal imponen el silencio a sus profesionales y pretenden hacer lo propio con aquellos con quienes comparten el protagonismo del fútbol al denunciar las declaraciones que cuestionan su trabajo. No se trata de insultos sino de discrepancias y esta iniciativa transgrede las más elementales normas de la libertad de expresión.

Por descontado, seguirá habiendo culpables porque la mentalidad de una sociedad milenaria necesita más argumentos que la benevolencia para transformar sus costumbres. Pero si se trata de construir un espectáculo atractivo, participativo, que tenga en cuenta a profesionales de diversos sectores y a los aficionados, que pueda exportarse como ejemplo de buenas prácticas y rentabilidad económica y social, es necesario que todos se crean parte del mismo, en lugar de verse por encima.