Aunque el problema arbitral del fútbol no es exclusivo de La
Liga (por ejemplo, hay países en los que los partidos más importantes son
dirigidos por árbitros extranjeros) sí se puede considerar que el grado de
crítica que se alcanza presenta una continuidad que no se aprecia en
otros campeonatos.
España es un país que siempre ha buscado las excusas en los demás: fue culpa de Gran Bretaña que perdiera su imperio, de Napoleón que se
quedara sin reyes, de la intervención extranjera el resultado de sus guerras,
de los propios españoles que Israel ganara Eurovisión y España quedara
subcampeona. Como no podía ser distinto, el fútbol que arraiga en lo más
profundo de los sentimientos resulta un nicho extraordinario para encontrar
responsables de las desgracias.
Como reconocer los méritos de los rivales tampoco es la
práctica más extendida del país, resulta más confortable crear enemigos
neutrales mediante, precisamente, el despojo de esa neutralidad. Los árbitros
son el paradigma de culpable en un mundo, el fútbol, que devora con rapidez lo
sucedido sin dejar más restos que los marcados por el interés particular de
cada uno. De esta manera, los llamados colegiados reciben semana tras semana su
dosis de estopa y, lo que es más llamativo, la sociedad entiende que estos hábitos ya
forman parte del bestiario popular. Ser árbitro hoy en día coloca a cualquiera
en la picota por definición.
En general son buena gente los jueces del fútbol. Seguro que intentan hacer su trabajo lo
mejor que pueden y con certeza si tuvieran más tranquilidad y más ayuda
humana y tecnológica serían mejores todavía. No obstante, guardan todavía
tintes autoritarios que ya deben tomarse como fuera de tiempo, al igual que
esas herramientas avanzadas que sorprendentemente aparecen en los yacimientos
arqueológicos. Como tal deben tratarse los gestos de excesiva autoridad,
innecesarios desde el momento en que un simple sonido del silbato hace que se
detenga el juego y se atiendan sus decisiones. El problema de la impopularidad
de los árbitros es, puestos a seguir buscando culpables, de ellos mismos, del
estamento que los dirige y que prefiere seguir al margen del deporte en lugar
de implicarse en él.
Si se pregunta en una encuesta por profesionales del
deporte, ¿quién diría un árbitro de fútbol? Futbolistas, golfistas, nadadoras, gimnastas, jinetes o
pilotos protagonizarían la mayoría de las respuestas y, sin embargo, los
árbitros de fútbol practican deporte, de hecho, mucho más que los sedentarios
jueces de gimnasia, tenis o natación y más que los del baloncesto o el
balonmano. ¿A qué se debe que no aparezcan en la memoria de los aficionados?
Han adoptado la imagen de opacidad en la gestión, con unas prácticas de
promoción o relegamiento y unos procesos que no aprobarían ni en el más generoso de los test de transparencia y se han distanciado a propósito de los corazones. En un mundo marcado por el acceso a la información y la comunicación
universal imponen el silencio a sus profesionales y pretenden hacer lo propio
con aquellos con quienes comparten el protagonismo del fútbol al denunciar las
declaraciones que cuestionan su trabajo. No se trata de insultos sino de
discrepancias y esta iniciativa transgrede las más elementales normas de la
libertad de expresión.
Por descontado, seguirá habiendo culpables porque la
mentalidad de una sociedad milenaria necesita más argumentos que la
benevolencia para transformar sus costumbres. Pero si se trata de construir un
espectáculo atractivo, participativo, que tenga en cuenta a profesionales de diversos
sectores y a los aficionados, que pueda exportarse como ejemplo de buenas
prácticas y rentabilidad económica y social, es necesario que todos se crean
parte del mismo, en lugar de verse por encima.
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