La reputación es algo de lo que vive mucha gente y sin lo
que vive mucha más todavía. Por insólito que parezca, el mundo del deporte
sigue vacunado frente a las llamadas crisis de reputación. El fanatismo,
entendido en el buen sentido de pertenencia a un club, hace que los escándalos,
sospechas o transgresiones sean mucho más tibios en el deporte que en bastantes
otros negocios. Frente a un déficit sin control, malas prácticas
medioambientales o silenciamiento de grupos críticos, los aficionados de todo
el mundo siguen celebrando los triunfos de sus equipos.
Mientras la estrella de turno siga perteneciendo a su club,
también sus pifias son recibidas con benevolencia. Hemos visto indicios de delitos
económicos, agresiones y dopajes que han pasado de largo por la opinión pública
al preferir esta buscar a los culpables en el entorno del personaje como si
este no fuera responsable de tener impresentables trabajando a su lado.
Sin embargo, aunque no se den cuenta, entidades y
deportistas apartan de su camino a potenciales patrocinadores que sí consideran
la imagen y la reputación de las marcas con las que se asocian. La publicidad
cutre que se puede observar en muchas instalaciones deportivas de clubes de
alto nivel o vinculada de forma inexplicable a estrellas de todo pelaje es la
mejor manera de comprobar este desequilibrio. Mientras padres, hermanos y tíos
(igualmente válido en género femenino), amiguetes y compañeros de los tiempos
de la tierna infancia sigan haciéndose cargo de los asuntos de la elite del
deporte, muchas grandes corporaciones continuarán ajenas al mismo y, con ello,
seguirán limitados los recursos para aquellos que representan la gran mayoría
de este universo competitivo.