Como continuación a un excelente artículo de Jacobo Correa
que recogía la explosión de alegría que vivió el Camp Nou hace unos años,
cuando Rivaldo convertía una impresionante chilena, surge este texto en el que
aparezco como protagonista en algunas situaciones, que he intentado minimizar
en todo lo posible. Mi aparición se limita a ser testigo de la narración pero
sin ella habría sido irrealizable el detalle del relato.
Aquella jugada supuso la clasificación para Europa de un
Barcelona decadente, en el alambre, y rescató cierta grandeza para un club
empequeñecido. De ser otra la institución y otro el futbolista, esa acción se
habría convertido en un icono para todas las generaciones. La tradicional falta
de delicadeza del Barça con sus grandes y la aún más evidente ausencia de
carisma del brasileño han convertido injustamente a esa brutalidad futbolística
en un recurso para previas y aniversarios.
La idea de estos párrafos es contar el día siguiente, dado
que todo lo ocurrido en el césped, el palco y la grada fue ya referido en la
recomendable historia de Jacobo. En realidad sucedieron las cosas cotidianas
que a cualquiera le podían haber pasado un día normal de su vida, e inesperadas
en el mejor jugador del mundo, héroe del barcelonismo y personaje perseguido
por los medios de comunicación para abrir sus portadas y programas.
Pasadas las doce del mediodía, recibí la llamada de Rivaldo,
con quien había trabado una magnífica amistad desde mi posición de periodista y
con quien, por ejemplo, redactamos un libro con sus memorias. Su intención era
preguntarme qué repercusión había tenido su actuación, ya que, al margen del gol,
su partido ante el Valencia fue soberbio, y prefería que alguien le filtrara
las noticias en lugar de hacer cualquier descubrimiento por sí mismo. De igual
modo, reconoció que las felicitaciones en el vestuario y en su agotado teléfono
móvil fueron extraordinarias y bromeó con la apertura de un restaurante
italiano nuevo en la Diagonal en el que podíamos encontrarnos. Ese local era al
que solíamos acudir con frecuencia y, en concreto, se trataba de un
establecimiento con varias décadas de existencia.
Pese a considerar nuestra amistad, mi alma de informador
recibió el impacto de ser la persona que iba a compartir un plato de pasta y un
refresco con la figura del día anterior. La comida fue rápida, en compañía de
su esposa en aquel tiempo, y casi no hablamos de fútbol. Alguien a quien desde
niño se le llamó patapalo había
saldado muchas cuentas con su gran año pero no las necesarias como para que el
fútbol le gustara. Si hay alguna cosa que siempre me llamó la atención de
Rivaldo es que nunca amó al fútbol, en correspondencia con el rechazo que este
mundo le propinó en no pocas ocasiones. Por tanto, hablamos de sus hijos, del
buen tiempo que hacía y de unos problemas domésticos sin importancia.
Este era Rivaldo, capaz de ser el mejor y el peor jugador
del mundo en el mismo partido, como sentenció el aguijón comentarista del
mítico Tostao. Hizo de su mañana un día mundano, en el que estuvo encerrado en
casa, viendo la televisión y jugando con el ordenador hasta la hora de comer,
alejado de los esfuerzos de tantos periodistas para arrancarle una imagen o una
declaración y del bombo generado por una jugada sublime, de la que sus críticos
de la época dieron todo el mérito al autor del pase que la precedió. Hasta en
la autoría de un movimiento histórico tuvo discusión Rivaldo.
Fue consciente de la negación y sacó a relucir cuando nos
despedimos a quienes no comulgaban con su forma de ser. Acusado por el
presidente y el entrenador, el brasileño tuvo que moverse en muchas ocasiones
en las aguas más turbias del entorno dirigido de la entidad, lo que reafirmó
sus recelos sobre el fútbol.
Cuando pensé que el día había acabado unas horas más tarde,
ya en mi casa recibí otra de sus llamadas telefónicas. En esta ocasión se
encontraba parado junto a una gasolinera buscando una dirección. El
protagonista de hacía 24 horas estaba pasadas las nueve de la noche perdido en
Barcelona. Esto no sería de extrañar en unos días en que aún los mapas de papel
eran una buena ayuda, pero lo llamativo fue la razón: tenía una persona nueva
trabajando en casa para ayudar en las tareas y al hacerse tarde no tenía
transporte para volver. Rivaldo se ofreció a llevarla en coche en lugar de
llamar a un taxi con la desdichada casualidad de que vivía en una zona de la
ciudad en la que con toda probabilidad el jugador nunca había puesto sus pies.
Su consulta fue sobre qué camino tomar para llevar a su afortunada pasajera
hasta su domicilio.
En estas líneas hay literatura en la forma pero no en el
fondo. Son dos o tres acontecimientos que definen a alguien que llegó a ser
considerado un semidiós pero que nunca pudo mantenerse en el papel, ni siquiera
con una chilena salvadora. La chilena de Rivaldo.