La FIFA ha publicado esta semana una actualización de su
comportamiento respecto a los Derechos Humanos. En su comunicación incluía un
reporte sobre las últimas novedades y recordaba la inclusión que llevó a cabo
el año pasado de este capítulo fundamental en sus estatutos.
A través de cuatro pilares básicos se sustenta la
política del organismo mundial ante los abusos a este respecto: compromiso e
integración, identificación y dirección, protección y corrección, dedicación y
comunicación. Son una buena muestra de un cambio de actitud en una etapa
convulsa, pero su grandiosidad es el primer indicador de su presumible falta de
resultados, al convivir los buenos propósitos con las mejores palabras, sin
una mínima presencia para la crítica ni el ánimo corrector.
En la comparación con la realidad parecen insuficientes las
buenas intenciones. Ha creado un consejo asesor, colabora con los grupos de
interés, ha incluido a los derechos humanos en su estrategia y asegura estar
vigilante en los trabajos de construcción de estadios e infraestructuras en
Rusia y Qatar, próximas sedes del campeonato del mundo. Pero las denuncias de
numerosas organizaciones, las detenciones de dirigentes de la federación
internacional y el goteo de casos de corrupción son contrapesos tan graves que
desequilibran la balanza de la conducta.
Freedom House es una organización con sede en Washington y
oficinas en más de una decena de países, que promueve la democracia, las
libertades y los derechos humanos. Elabora anualmente un muy reputado informe
acerca del estado de la democracia y la libertad en 195 países, a través de datos que muestran
tanto los derechos políticos como las libertades civiles. La FIFA tiene 211
federaciones asociadas pero en su mayoría las listas de ambas instituciones son
coincidentes. De la relación de Freedom House, el 45% de los estados son
plenamente libres, 87 países, en tanto que 59 son parcialmente libres y 49 no
lo son en absoluto. En esta lista se pueden encontrar nombres que no
sorprenderían a ningún observador, pero también dos que resultan aún más familiares, concretamente los de Rusia y Qatar, ya anunciados como próximos
anfitriones del principal torneo organizado por la FIFA.
Es muy difícil justificar el respeto por los derechos
humanos al mismo tiempo que se reparte poder a países que probadamente los
violan. Puede entenderse que abrir esos territorios al mundo es una forma de
aumentar la vigilancia sobre ellos y que le irrupción de riqueza que genera una
organización como la del Mundial de fútbol significa, al mismo tiempo, una
mejora en las condiciones de vida de los más desfavorecidos. No obstante, estas
buenas intenciones son similares a las propuestas de los utópicos del siglo
XIX, cargadas de magníficas intenciones y escasas de presupuesto y continuidad.
Son abundantes las denuncias que Rusia y Qatar han recibido
desde diversos puntos, que abarcan tanto organizaciones no gubernamentales como
otros colectivos de la sociedad civil internacionales, instituciones nacionales
y asociaciones tanto del fútbol como de otros sectores. La FIFA se ha limitado
a lanzar tibios comunicados y a reforzar la decisión tomada sobre la
celebración de ambas competiciones pese a los indicios de irregularidades e investigaciones
judiciales sobre el proceso de adjudicación de las mismas.
Dentro de esas pesquisas se encuentra la acusación de la
Fiscalía de Nueva York sobre más de 40 miembros de la FIFA, sus confederaciones
o federaciones nacionales. De todos ellos, en torno a la mitad se ha declarado
ya culpable de los cargos que se les imputan, que van desde el blanqueo de
capitales hasta el soborno o la apropiación indebida. Los dirigentes implicados
se aprovecharon de su posición para estafar, sobornar o chantajear a empresas y
particulares mediante la comercialización de los derechos televisivos y de
marketing o el desvío de fondos destinados para la ayuda a la comunidad.
Algunos de los referidos han sido figuras descollantes de la
FIFA y su concurso ha sido relevante en la toma de decisiones estratégicas para
la organización. Han manejado recursos y han supervisado informes de desempeño
de las candidaturas para albergar competiciones, incluidas las menos
respetuosas con los derechos humanos. La protección de la FIFA ante estos
individuos se encuentra en un nada ambicioso código ético, que se aplica sobre
los miembros de la institución: la solución más sencilla adoptada por muchos de
ellos ha sido abandonar sistemáticamente el entramado o la FIFA. Salvado el
trámite, salvadas las responsabilidades.
Esta es la máxima autoridad en el mundo del fútbol,
encargada, según sus propios estatutos, de mejorar el fútbol y promoverlo a
nivel global. Más de un siglo lleva en Suiza, y todo ese tiempo le ha ocupado
integrar una política sostenida de respeto por los derechos humanos. El deporte
se identifica con infinidad de valores, sus rectores no tienen por qué
abandonarlos ni limitar su compromiso al anuncio de un frío informe de procedimientos.
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